Adriana Varillas
Paola Chiomante
Octavio Castillero
Buena parte de su niñez, hasta que se casó, la vivió muy cerca de la Cruz Roja Mexicana, en la Ciudad de México, instalaciones en donde ella y sus cuatro hermanas y su hermano solían ser atendidos médicamente ante cualquier malestar, caída o fractura, porque “no eran tan tranquilos”.
El balcón de su casa daba hacia la institución, cuyo estacionamiento también les sirvió de patio de juegos, en donde se divertían con un numeroso grupo de amigos y observaban entrar y salir ambulancias con torreta y sirena encendidas. La mayoría de las veces no entendían qué pasaba, pero les resultaba emocionante.
El 19 de septiembre de 1985, su padre –un español de corazón enorme que les inculcó respeto y amor por México– les llevó a recorrer las calles marcadas por la dualidad que atravesaba la “Ciudad de los Palacios”, después de un terremoto como el que se registró esa mañana, lo que supuso una tragedia que derrumbó numerosos edificios, pero develó el espíritu solidario de la población.
Entre todas aquellas escenas, Maribel Martínez responde que ver a las y los paramédicos trabajando y, a momentos, llorando de frustración e impotencia ante la magnitud de lo ocurrido, fue lo que más le impresionó.
No tanto como para imaginar que, años después, luego de estudiar la licenciatura en Educación Preescolar y casarse a los 21 años, no solo cambiaría de residencia a Cancún, sino que aquí se entrenaría como paramédico –precisamente de la delegación de la Cruz Roja– y se treparía a una ambulancia, para no querer bajarse de ella jamás.
“Es un nerviosismo total y absoluto, no sabes a qué te vas a enfrentar; no sabes cómo es el contacto con la gente. Al principio me daba pena, te da miedo, te tiemblan las manos, oyes la sirena e ¡híjole! ahí empieza el corazón a latir de: Ahora sí es en serio”, relata para Motivadas.
Su esposo, Alejandro, había sido invitado para abrir una famosa discoteca en los márgenes del Sistema Lagunar Nichupté, en este centro vacacional, así que ambos se mudaron con sus dos hijos, Sofía, de cinco años y Alejandro, de dos.
Después de un tiempo dedicada enteramente al hogar, se animó a dar clases en el colegio Alexandré, combinando su tarea de mamá y docente.
En ese lapso le nació la inquietud de estudiar Medicina, pero ante la respuesta familiar optó por ser paramédico, pero tampoco imaginó que Alejandro sería el primero en dudar que ella podría desempeñar un trabajo que todavía se veía o creía “para hombres”, aun cuando las mujeres ya habían abierto campo.
“Él no creyó que se pudiera, por muchas razones, porque sí se veía (como) trabajo de hombre, ¿no?, en el que cargas, el que tienes que estar con gente que a lo mejor se torna agresiva. Yo creo que fue él (Alejandro), el primero que me dijo: ‘no vas a poder’”, narró.
En el camino también se enfrentó con que había hombres que no creían que fuese capaz de conducir una ambulancia o de cargar una camilla.
“Me tocó uno muy especial que me decía: ‘¿Cómo una mujer va a manejar una ambulancia? mejor manejo yo, no quiero que una mujer maneje’”, recuerda.
Otra cosa que no cruzó por su mente fue que algún día sería designada como la primera coordinadora mujer en la división de Socorros de la Cruz Roja Mexicana en Cancún, puesto “visualizado para los hombres” debido a su dureza.
Menos aún creyó que, en la fecha de su nombramiento, ella y Alejandro decidirían poner fin a un matrimonio de 24 años de historia, nutrido por sueños, sacrificios, vida y dos hijos –Sofía y Alejandro– procreados con amor.
“El día que a mí me dan la Coordinación de Socorros, ese día habíamos tomado la decisión de separarnos (…)”, expresa.
Aclara también que, si bien tuvo que ver que aceptase el cargo, no fue ello el elemento decisivo, sino la fractura que arrastraba la relación.
“En parte sí; Alejandro… la gente no creía que yo estuviera en Cruz Roja por muchas situaciones, pero ya era una relación fracturada por algunas situaciones y se toma la decisión.
“Hoy me aprueba, hoy me ve, hoy me felicita; hoy me dice: ‘¡Lo lograste!’”. Fue un un granito más, ¿no?, una gotita más en el vaso, pero no fue por Cruz Roja que tomáramos la decisión de divorciarnos”, señala.
El amor, un motor; la vocación, servir
La incredulidad de su pareja no fue la única. Maribel cuenta que parte de la comunidad cancunense con la que ella y su familia trataban, la veía como “una dama de sociedad”, hija de “padres españoles” y otra serie de estigmas con los que tuvo que lidiar para demostrar su capacidad y compromiso.
“No me gusta hablar mucho de ese tema. Yo nunca he hecho ninguna diferencia. Creo que todos somos iguales; todos tenemos brazos, piernas, todo, pero me veían más como dama voluntaria que como paramédico.
“(…) La verdad para mí todos somos iguales y me siento muy orgullosa de muchas cosas que hemos hecho”, dice, al subrayar que la Cruz Roja no solo se limita a la operación de ambulancias.
Pertenecer a la benemérita institución requiere de una serie de virtudes y capacidades que van desde la empatía, la templanza, la fortaleza y la resiliencia, hasta de conocimientos de primeros auxilios, medicina, rescate o de mecánica, pasando por la lectura completa de las diferentes zonas de la ciudad y la localización de las áreas más conflictivas.
“Tenemos que saber de rescate vertical, de extracción vehicular; tenemos que saber acuático (…) Tenemos que estar pendientes de cómo mover las unidades y, la verdad es que es un reto bien grande porque no nada más es eso.
“Es la parte administrativa, la parte del mantenimiento de tus unidades; también tenemos que saber de mecánica. Es un conjunto de muchísimas cosas que tienes que ir haciendo y aprendiendo también sobre la marcha”, detalló.
La Cruz Roja –remarca– es la red de voluntariado más grande del mundo y maneja programas de ayuda a la comunidad, incluso para aprovechar el agua de lluvia o reconstruir caminos; se entrena para la movilización de pacientes, se brinda apoyo humanitario y atención en situaciones extremas, como en caso de conflictos, huracanes o… de pandemias.
“Nunca voy a olvidar tus ojos”
En el año 2020 la pandemia por coronavirus Covid-19 envolvió al mundo en un clima de incertidumbre y muerte, tatuando su huella en la población. El corazón de Maribel no fue la excepción.
Entre julio y agosto recibieron una llamada. Se trasladaron a un domicilio para atender a un joven de entre 23 y 24 años, asistido por un médico que recomendó llevarlo al hospital.
Al muchacho y al personal médico solo se les veían los ojos, ya que la nariz y la boca estaban cubiertos para evitar contagios.
Al joven le costaba hablar y le colocaron una mascarilla de oxígeno. Lo subieron a la ambulancia y, mientras un paramédico le atendía ahí, Maribel condujo llevando de copiloto al papá del muchacho.
El hombre se encontraba atribulado; se sentía culpable. Le había pedido a su hijo que le ayudase a chapear un terreno y ese día la lluvia los sorprendió. El joven enfermó y pensaban que se trataba de faringitis. Ya en el Hospital General “Jesús Kumate” le aplicaron la prueba Covid.
“Cuando llegamos a hacerle esta prueba, le quitan, le quitamos o le quitó yo la mascarilla de oxigeno. La verdad es que tenía cianosis peribucal muy marcada, o sea, era un color casi negro en la boca por la falta de oxígeno”, expuso, con un tono de voz más grave.
La doctora pronunció la frase que, en aquel momento, parecía una sentencia: “Tiene Covid”. El chavo se empezó a poner muy nervioso.
“Empezó a desaturar por el nervio, entonces yo le agarré la mano y le dije: ‘Aquí estamos contigo, trata de respirar, tranquilo’”, contó, al describir cómo tuvieron que trasladarlo a un tercer piso del nosocomio, a un área especial.
Antes de cruzar una puerta de vidrio, Maribel recuerda que ese joven la tomó de la mano y le dijo: ‘Nunca voy a olvidar tus ojos y lo que hiciste por mí”.
Una vez pasada la puerta, el chavito murió. Aquel pasaje –refiere– fue decisivo, pero no el único.
Su memoría la lleva a evocar cómo ese año “veíamos la muerte todos los días”, temían contagiarse y debían regresar a la casa con el terror de poder contagiar a los suyos. Nadie paró.
Moverse entre la vida y la muerte
En el caso de ella, temía por su madre de 84 años, pero por fortuna no se contagió, ni contagió a nadie.
“Sorprendentemente nadie de mi familia tuvo Covid-19 en esa época; nadie, ni yo (…) Nunca me dio Covid o no me enteré, pero no me sentí mal”, indicó, al señalar que todo ese tiempo no dejó de laboral.
“Yo creo que también era mucho esta parte mental, porque esto tenía que seguir funcionando (…) si yo me caía, se iban a caer varios”, consideró.
Al personal a su cargo buscó inculcarle el valor de la empatía al momento de brindar atención a una persona enferma o herida, al hacerles reflexionar sobre el rol de esa persona, que seguramente podía ser el papá, la mamá, el hijo, el hermano o la pareja de alguien más.
También es enfática en resaltar que no hay que olvidarse del familiar que cuida al paciente, cuya situación emocional o física, generalmente, pasa desapercibida, pues la atención se centra en la o el enfermo.
“La empatía que tú tengas con el familiar va a ayudar a que el familiar, de alguna manera se desahogue y pueda ayudar al enfermo (…) Siempre llegamos al paciente con un ¿cómo estás? Y cuando llegas y le preguntas al familiar, ‘y tú ¿cómo estás?’, ¿cómo te sientes? Se rompe el familiar y empieza esta parte del desahogo”, expresó.
En esa misma línea, como buena lider, para Maribel es fundamental pensar en el bienestar y seguridad de su personal, factores necesarios para que puedan ayudar a las y los otros.
“Tienes que ver la parte humantaria con tu propia gente (…) Sí, tenemos una templanza diferente, pero también sentimos. Todos los paramédicos tenemos una hora de entrada, pero muchas veces no una hora de salida y estamos siempre ahí, cuando se necesite.
“Yo le mando un mensajito a toda mi gente y llegan aquí en menos de media hora para poder ayudar a la ciudadanía o a quien lo requiere. Entonces siempre estamos dispuestos, pero a veces también tenemos que entender que somos seres humanos, que a veces ‘nos pega un servicio’ que a veces estamos muy cansados, pero que la disposicion y el amor a lo que hacemos, ahí está todos los días”, reconoció.
A pregunta expresa, reflexiona acerca de la dolorosa paradoja de atestiguar la vida y la muerte a la vez, cotidianamente.
“Es complicado, es muy complicado la alegría enorme que sientes cuando recibes un niño, cuando llegas a una casa y hay una embarazada, y recibes ese bebé y complicado también el ver como la vida se te va de las manos por más que le hagas a un paciente o a una persona.
“¿Cómo lidiamos con eso? hay que prepararnos mucho, hay que platicarlo. Necesitamos ayuda, muchas veces necesitamos ir al psicólogo, tenemos que tener estas terapias. Tenemos que tener alguien de confianza que le puedas contar, qué es lo que te está pasando o cómo viviste ese servicio; o sea, siempre tienes que encontrar la manera de sacar todo el estrés que te va a generar”, declara.
En busca del balance
Lectora voraz, amante de la música clásica y necesitada de la conexión con el agua –que disfruta en la alberca o en la playa– es una convencida de que la empatía “es el valor más grande” de un ser humano y considera que la resiliencia es una de sus mayores fortalezas.
Dedicada al servicio y dentro de la vorágine de un trabajo que le demanda tiempo y vida, admite que es una mujer a la que le cuesta equilibrar, lo que ha cobrado un costo personal.
“Soy una apasionada de mi trabajo y a veces no sé medir entre trabajo y familia (…) esa es la parte que se ha visto como fracturada un poquito”, menciona.
Para construir ese balance ha tenido que forzarse a ponerse límites. El principal es a la hora de la comida, cuando no responde ni por equivocación el celular, pues es un momento de calidad que comparte con su madre, con quien vive en la actualidad, ya que Sofia y Alejandro, sus dos hijos y “principal motivación”, radican en la Ciudad de México.
“Tienes que encontrar tu balance, tienes que saber en qué momento parar. También me gusta cuando estoy en mi casa. Yo estoy con mi mamá; mi familia vive aquí en Cancún, entonces nos juntamos mucho siempre. Salimos a pasear mi mamá y yo, sobre todo los fines de semana. Estamos muy juntas ella y yo, que es cuando la puedo disfrutar, porque yo entre semana estoy aquí todo el día, no.
“Entonces esa es la parte que más me gusta y encuentro mi balance. Sí, estoy en la casa a la hora de la comida no se contesta el teléfono, no estás en el teléfono. Estás con quién tienes que estar y la gente ya lo ha entendido. Si no te contesto a la primera, bueno, te voy a regresar la llamada, pero si estoy comiendo y estoy con mi mamá, es tiempo de calidad para nosotros y así es como vamos encontrando nuestro balance”, resaltó.
Las lecciones
Su incursión dentro de la Cruz Roja ha sembrado en Maribel aprendizaje, experiencia y lecciones.
Por ejemplo, que puede ayudar y descubrir el amor hacia las personas sin importar, quiénes son, de dónde vienen o cómo están vestidos. También le ha enseñado sobre el miedo, que no lo debes perder.
“Yo siempre he dicho: El miedo tiene que ir contigo todo el tiempo. En el momento en que tú pierdes el miedo es cuando se cometen muchos más errores; entonces el miedo te tiene que acompañar y lo tienes que hacer tu aliado.
“¿Por qué? Porque te hace estar alerta, porque te hace moverte, porque te hace reaccionar. Porque el miedo nunca lo debes de dejar y nunca confiarte de que todo lo sabes. Entonces el miedo te acompaña, pero también hay que contrarrestar ese miedo”, remarca.
- ¿Qué has ganado y qué has perdido o a qué has renunciado por estar aquí?– se le pregunta
“He ganado muchísimo, porque es aprendizaje, porque es sensibilidad; pacientes que te reconocen y te dan un abrazo y te dicen gracias porque ‘sí llegué al hospital’.
“Me ha pasado que estoy atendiendo y, de repente, va pasando alguien y hasta me grita: ‘Muchas gracias, ya estoy bien’”.
Comparte que imaginó que la Humanidad aprendería de la pandemia, pero admite que se equivocó.
“No somos empáticos con el otro. No tenemos esta sensibilidad, no tenemos esta ayuda. Podemos ver a alguien tirado, pero ‘estoy grabando, pero no ayudo’. Esta parte de tener más empatía entre nosotros también y a lo mejor un poco más de seguridad. Hoy en día necesitamos un poquito más de seguridad para Cancún”, consideró.
Esa inseguridad ha afectado a la propia institución, que ha sufrido el robo al interior de las ambulancias, luego de llegar a dar un servicio.
“Hemos tenido ahí algunos problemitas, que se hayan llevado las mochilas o se bajan algún tipo de equipo, entonces eso también a nosotros nos merma nuestro trabajo, y la seguridad también en las calles, el cómo el tráfico también nos ha obstaculizado muchísimas cosas. Ha crecido demasiado Cancún”, concluye.